Peleas, insultos, alegrías, tonterías, risas, llantos, tropiezos, arreglos, juegos y desconciertos, todo eso es poco para el tiempo que nos conocemos. Llegó y cambió mi mundo único, para llenarlo de robotitos, dinosaurios y soldaditos de plástico, muñecos Gi-Joe y la colección completa de “Los Caballeros del Zodiaco”. Pero eso no era problema alguno porque podían llegar a casarse con mis muñecas y él creía que todo formaba parte de un juego nuevo. Esa es la ventaja de ser mayor que él. Sin embargo, ha crecido mucho como para poder seguir haciendo lo mismo.
Esta vez fuimos a un parque con muchas piletas. Felices; es que hemos llegado a un acuerdo: estaremos en paz hasta que nos separemos con el tiempo.
Ya era tarde, pero cuando se trata de mí, no es novedad. Habíamos esperado tres años para vernos. Y por eso era un día muy especial. La ansiedad aumentaba mientras llegaba a mi destino, entonces era momento para un caramelito, que por cierto no llevé pues ya llevaba una hora de retrazo. Fue entonces cuando se dio el reencuentro. Nos abrazamos tan fuerte, como si quisiéramos cubrir con eso todo el tiempo que estuvimos lejos. Entonces, la tarde prometía historias que cada una había construido luego de salir del colegio. Era día de recuerdos y anhelos entre los botes y el trencito del Parque de la Amistad.
Mis vacaciones no podían centrarse sólo en esta húmeda ciudad. Así que, por voto común, decidimos salir a otro lugar. Entonces buscamos el sol, y entre risas y cantos, llegamos a Lunahuaná. Los mosquitos azotaban con furor a la entrada, pero felizmente, no nos perseguirían más adelante. Nos instalamos en un hotel, que tenía un sendero y este a su vez, nos daba pase libre hacia el río. Como llegamos de noche, la piscina era perfecta para descansar, luego de eso un baño y hasta esperar unas cuantas horas. El amanecer era perfecto, los cerros se veían de colores y variaban entre morado, azul, celeste y rojo. Mi familia se desconectó del mundo entero por esos momentos, es que ahí se siente muy tranquilo.
Siempre hay alguien que pide posar para el recuerdo de último año. Por lo menos en mi facultad es así. ¿Y qué pasa si sales mal?, ¿Qué pasa si terminas en donde menos quieres estar? Por lo general, esas son las fotos que van a quedar publicadas en algún Hi5 o sitio WEB. Mejor si la mueca se formó a última hora y es motivo de risas con llanto incluido. Lamentablemente, no todos tenemos ese don fotogénico que impacta, no por tenebroso, sino por agradable. Aunque, para mis amigos, este no es el caso.
Semana de finales. A escoger un sitio dónde reposar y tratar de repasar. Porque para esas fechas, la biblioteca está llena como un hospital estatal.
Luego de un interminable viaje, llegamos al Paraíso. Y no lo digo por que el lugar era extremadamente bonito, ni porque, cuando uno tiene hambre, ve todo lo que tenga que ver con comida como lo mejor del mundo, no. Simplemente, el restaurante llevaba ese nombre. Pero no le quito tantos créditos, esa Pachamanca estaba como para comer hasta la última haba del plato. El ambiente era agradable. Una orquesta que hacía sonar a un Leonardo Fabio afónico, así el ruido se agravaba con el río embravecido y uno podía morir a carcajadas sin que alguien se inmute a voltear para criticar.
Esta vez fuimos a un parque con muchas piletas. Felices; es que hemos llegado a un acuerdo: estaremos en paz hasta que nos separemos con el tiempo.
Ya era tarde, pero cuando se trata de mí, no es novedad. Habíamos esperado tres años para vernos. Y por eso era un día muy especial. La ansiedad aumentaba mientras llegaba a mi destino, entonces era momento para un caramelito, que por cierto no llevé pues ya llevaba una hora de retrazo. Fue entonces cuando se dio el reencuentro. Nos abrazamos tan fuerte, como si quisiéramos cubrir con eso todo el tiempo que estuvimos lejos. Entonces, la tarde prometía historias que cada una había construido luego de salir del colegio. Era día de recuerdos y anhelos entre los botes y el trencito del Parque de la Amistad.
Mis vacaciones no podían centrarse sólo en esta húmeda ciudad. Así que, por voto común, decidimos salir a otro lugar. Entonces buscamos el sol, y entre risas y cantos, llegamos a Lunahuaná. Los mosquitos azotaban con furor a la entrada, pero felizmente, no nos perseguirían más adelante. Nos instalamos en un hotel, que tenía un sendero y este a su vez, nos daba pase libre hacia el río. Como llegamos de noche, la piscina era perfecta para descansar, luego de eso un baño y hasta esperar unas cuantas horas. El amanecer era perfecto, los cerros se veían de colores y variaban entre morado, azul, celeste y rojo. Mi familia se desconectó del mundo entero por esos momentos, es que ahí se siente muy tranquilo.
Siempre hay alguien que pide posar para el recuerdo de último año. Por lo menos en mi facultad es así. ¿Y qué pasa si sales mal?, ¿Qué pasa si terminas en donde menos quieres estar? Por lo general, esas son las fotos que van a quedar publicadas en algún Hi5 o sitio WEB. Mejor si la mueca se formó a última hora y es motivo de risas con llanto incluido. Lamentablemente, no todos tenemos ese don fotogénico que impacta, no por tenebroso, sino por agradable. Aunque, para mis amigos, este no es el caso.
Semana de finales. A escoger un sitio dónde reposar y tratar de repasar. Porque para esas fechas, la biblioteca está llena como un hospital estatal.
Luego de un interminable viaje, llegamos al Paraíso. Y no lo digo por que el lugar era extremadamente bonito, ni porque, cuando uno tiene hambre, ve todo lo que tenga que ver con comida como lo mejor del mundo, no. Simplemente, el restaurante llevaba ese nombre. Pero no le quito tantos créditos, esa Pachamanca estaba como para comer hasta la última haba del plato. El ambiente era agradable. Una orquesta que hacía sonar a un Leonardo Fabio afónico, así el ruido se agravaba con el río embravecido y uno podía morir a carcajadas sin que alguien se inmute a voltear para criticar.
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